Amores Conectados.
"¿Qué hago acá?"
La primera sorpresa de la facultad la recibí antes de entrar. Cuando faltaban pocos escalones para llegar arriba, una chica que leía unos apuntes sentada en la escalinata nos contempló con curiosidad. Mi prima Bruna observaba las columnas de la entrada; parecía estar contándolas mentalmente.
-¿Qué haces? -Le dijo la chica a mi prima, que la miró sin entender. No se conocían-. Si contas las columnas no te recibís nunca -Dijo-
-¿Dice quién? -Dijo mi prima-
-El mito -Dijo la chica, y volvió a sus papeles-
Bruna siguió caminando hacia la entra, sin ni siquiera reparar a la chica. Yo me quedé parada sin terminar de subir la escalera, porque al mirar hacia arriba había visto que no había ninguna puerta abierta.
Había dos puertas gigantes, descomunales, pero estaban cerradas. La chica sonreía. Creo que se reía de nosotros, los principiantes. Me miró.
-¿Quieren entrar a la facultad? -Preguntó-
-Asentí
-Es por allá -Y me señaló el puente que atravesaba la avenida-. La entrada del costado. Esta de acá es para los que se gradúan. Y ni siquiera es para entrar, se usa sólo para salir. Una vez en tu vida. Igual la mayoría de los que entran nunca salen
Entendí que lo que quería decir era que la mayoría de los que empiezan la carrera nunca la terminan, entonces nunca salen de la facultad por su entrada principal, la entra majestuosa en la que estábamos ahora. Pero, igual, eso de "la mayoría de los que entran nunca salen" me sonó aterrador.
-Gracias -Dije, y empecé a caminar hacia la entrada correcta-
Nazareno me seguía de cerca. Mi prima ahora venía atrás, algo alejada. Cuando estábamos casi llegando al descanso escuché que la chica le gritaba a mi prima.
-¡Cuidado con los tacos! No te vayas a caer...
Y, un segundo después, un ruido extraño hizo que me diera vuelta. Mi prima, por mirar a la chica, había tropezado y había estado a un segundo de caer y rodar por los escalones. Pero había sobrevivido.
La entrada para alumnos era mucho menos imponente que la otra. Una puerta lateral, normal, llena de estudiantes que entraban y salían a borbotones. A un costado, un chico todo cubierto de harina y huevos sonreía para la cámara de fotos. Asi se festejaba cuando te recibías. Si era por el festejo, la verdad, no daban muchas ganas de recibirse. Adentro, me pareció, reinaba el caos. Miles (o al menos parecían miles) de personas iban de acá para allá, apurados, sabiendo perfectamente qué tenían que hacer. Nosotros tres no sabíamos ni por dónde empezar a buscar. Nos acercamos a una mesa montada en uno de los pasillos. Dos chicos con gorros de lana y remera tomaban café y repartían papeles de un partido político. ¿Qué hacían con gorro de lana en pleno verano?
-Disculpe, ¿la clase de... -y consulté el cuaderno en el que había anotado las materias y los horarios- ... Civil I?
-¿Qué cátedra? -dijo uno de los chicos.
Miré a Bruna y a Nazareno, pero ninguno de los tres sabíamos. Es más, si había más de una cátedra, tal vez ni siquiera estuviéramos en la misma. El chico se dio cuenta de que estábamos perdidísimos.
-Vayan hasta aquel pasillo, hay una cartelera. Ahí busquen sus apellidos, y van a encontrar las materias en las que están inscriptos. Cada materia tiene un código. Anoten el código y vayan al segundo piso, pregunten por la cartelera de materias. Ahí se fijan en esa, buscan el código, y les sale el aula. Después pregunten dónde queda el aula y listo.
Facilísimo, ¿no? Hicimos todo lo que nos dijo, y descubrimos que estábamos los tres en el aula 302. Hacia allí fuimos, apurados, porque entre la llegada fallida y la búsqueda del aula, se había hecho más larga de lo que creíamos, estábamos llegando como quince minutos tarde. Cuando vimos el número 302 en una puerta, nos acercamos. A través del vidrio vimos que la clase, superpoblada, ya había empezado. Abrí la puerta y entré. Atrás mío, siempre, Nazareno. Y mi prima Bruna taconeando al final. El profesor dejó de hablar al vernos atravesar la puerta.
-Perdón -dije-, nos perdimos.
Esperé unos segundos quieta, sin avanzar hasta que el profesor dijera algo. No sé. Que me disculpara, que me retara, pero que acusara recibo de mis excusas. Sin embargo, no lo hizo. Simplemente me miró unos segundos en silencio, con una expresión bastante tensa que parecía decir "que no vuelva a repetirse", y después volvió a su pizarrón y continuó con la clase, ignorándonos. Bien. Así eran las cosas en la facultad, parece. Caminé despacio, intentando no hacer ruido, hasta el primer asiento libres eran los de adelante. En eso la facultad no era muy distinta del colegio, me pareció. Nadie quería quedar sentado muy cerca del profesor... Nazareno encontró un asiento atrás del mio y mi prima Bruna al lado. Se sentó en el apretado pupitre y empezó a resoplar porque no encontraba ningún buen lugar para colgar su cartera de cuero.
-¿Algún problema señorita? -le dijo el profesor.
Bruna lo observó desafiante. Yo miré para otro lado, haciendo como que no la conocía, porque temía que le dijera cualquier cosa al profesor. A mi prima le gustaba mucho llamar la atención, eso iba quedándome claro. Después de unos segundos de pensar Bruna pareció decidir no entrar en problemas con la autoridad, al menos no de inmediato. Así que sonrió, algo irónicamente, y dijo:
-Ninguno. Disculpe, doctor.
Y buscó un lápiz labial de su cartera y se retocó el maquillaje de los labios, mirando todo el tiempo al profesor a los ojos. Me pareció increíble. El profesor le sonrió, algo atontado, y siguió con su explicación.
-... normas de derecho privado, que regulan las relaciones civiles de las personas tanto físicas como las personas no físicas, es decir...
La verdad, no sé que pasó en la clase: por más que intenté prestar atención no pude. Solo retuve esa oración, porque cuando el profesor habló de "las personas no físicas" se despertó en mí el recuerdo de los sueños que había tenido desde que había llegado a la ciudad, y también antes de partir. El chico ese, con el que soñaba insistentemente desde hacía un par de días. No era una persona física, técnicamente. Nunca lo había visto más que en sueños. Pero lo parecía, porque era tan real, siempre tan semejante a sí mismo y a la vez tan cerca de mí, de una forma extraña que no podía entender, mucho menos explicar... Imagino que mis devaneos fueron ayudados por el profesor y por su clase, que nos demostraba preocuparse mucho de que nosotros, los estudiantes, la pasáramos bien. Simplemente, sentí que se paraba en el frente y repetía algo ya dicho un millón de veces, con cansancio, con tedio, como si si no hubiera elegido ser profesor de la facultad, como si dar clases fuera algo que tenía que hacer, por necesidad, y no porque lo disfrutara. Sentí pena por él y automáticamente pensé en mí. ¿Tendría razón yo, y este profesor no amaba el Derecho, o serían todos los abogados así? ¿Era él, que no amaba el Derecho, o era yo, que estaba en el lugar equivocado?
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