Amores Conectados.
"Demasiado joven para morir"
Busqué el reloj despertador de la mesita de luz y lo acerqué a la ventana para poder ver. Faltaban sólo dos horas y media para que fueran las siete, y a las siete salía el micro que iba a llevarme a la ciudad. Muy lejos de Santa Elena, de mi madre, de mis amigos... De todo lo que había sido mi mundo hasta ese momento. En mi estómago, revuelto, se agitaban las contradicciones.
Irme de Santa Elena me inquietaba y entusiasmaba casi por igual. De Santa Elena, un pueblito con un par de miles de habitantes, ya sabía casi todo lo que había empezado a sentir que me quedaba chico. En cambio en la ciudad era una hoja en blanco, y las posibilidades parecían infinitas. Se abría una puerta, y nadie -Ni siquiera yo- sabía lo que podía encontrarse del otro lado. Por eso estaba un poco intranquila; por eso y también porque iba a mudarme a la casa de unos parientes de los que sabía poco y nada, y me daba mucho miedo no sentirme cómoda, no llevarme bien con ellos. Pero mudarme a un departamento para mí sola tampoco hubiera sido tranquilizador, ¿no? Sola, en la gran ciudad. No. Estar al abrigo de una casa familiar y en compañía de unos parientes, sin importar los geniales que fueran, parecía un plan mucho mejor. Al menos no iba a tener que preocuparme por cocinarme y lavarme la ropa...
La pregunta que me rondaba sin parar, era especialmente en los últimos tres o cuatros días, cuando la partida ya había empezado a ser algo inminente, era; ¿qué iba a pasar con mi vida a partir de ahora? Tenía de que allá no me esperara nada demasiado grande, ni espectacular. Y faltan apenas dos horas y media para enfrentarme con mi futuro. Volví a apoyar el reloj en su lugar, me recosté boca arriba, y cerré los ojos para intentar dormir aunque fuera tan sólo un rato.
Imaginé esto: el micro que me lleva a la ciudad choca de frente con un camión y vuela por el aire. Da tres vueltas, o cinco, y cae destrozado en un campo al borde de la ruta, cerca de unas vacas que siguen pastando como si nada, porque si yo muero el mundo sigue su curso, ¿no? Como si nada. ¿Y por qué estabas pensando esas cosas horribles, Victoria? Sos joven. Deberías tener mucho tiempo por delante. Pero nunca se sabe.
Papá también era joven... Nunca se es demasiado joven para morir.
Abrí bien los ojos y observé, en penumbras, todo lo que formaba mi cuarto. Mis cosas. Las cosas que había ido juntando en diecisiete años y que iba a tener que abandonar ese día: estaba a punto de irme con poco más que unas valijas y un par de libros. Paseé la mirada por el cuarto. ¿Qué buscaba? No sé bien. Algo. Cualquier cosa que me tranquilizara, o que me ayudara a distraerme hasta sacarme de encima el insomnio. Cuando era más chica y no podía dormir también me quedaba horas buscando algo en la penumbra de la habitación. Pero ese entonces, con la imaginación exaltada por libros de aventuras y por mi corta edad, encontraba muchísimas cosas... La puerta de mi cuarto había sido cerrada por la reina malvada que me tenía cautiva en la torre; las ramas de álamo en mi ventana eran las garras del dragón que no dejaba que el príncipe me rescatara; el cajón de mi escritorio, el cofre mágico que guardaba un secreto... Sonreí con algo de nostalgia. Había sido lindo creer en todas esas cosas en mi infancia, pero también me hacía sentir bien poder verlo a la distancia y darme cuenta de que había creído, y que así y todo el futuro aún tenía un montón de interrogantes. Aventuras, tal vez no mágicas, pero aventuras al fin. Si la magia existiera yo hubiera podido hacer algo para que papá volviera a vivir. Pero no.
La magia no existía. Los tiempos en los que creía en la magia y en cuentos de princesas ya había quedado definitivamente atrás.
Por ejemplo, y entre nosotros, el futuro inmediato me deparaba este interrogante: ¿cómo iba a ser vivir con esos familiares casi desconocidos? Estaba por mudarme a la casa de mi tío Adolfo, el hermano de papá, que vivía con su esposa Lucrecia y su hija Bruna, una prima que había visto menos de diez veces, en cumpleaños o navidades, y que desde hacía años (por lo menos desde la puerta de mi papá) no había vuelto a ver. Una vez le había escuchado decir a papá: "La familia te toca, los amigos se eligen". Y era cierto. Cada vez que pensaba que el tío Adolfo y papá eran hermanos, volvía a sorprenderme. Podía encontrar menos parecidos entre ellos dos que entre una hormiga y un elefante. Adolfo, un hombre de negocios, abogado, que se había radicado en la ciudad para ganar plata y hacer una carrera ambiciosa.
Y José, un físico que nunca pareció interesante mucho en el éxito económico, que en cuanto pudo vino a Santa Elena conmigo y con mamá, para seguir investigando, para poder llevar adelante una vida tranquila que hasta dejaba tiempo para cultivar una huerta en su jardín...
La culpa de todo la tuvo su talento. Eso fue lo que lo mató. Su talento y la sensación que tenía de estar trabajando en algo importantísimo, en un proyecto del que nunca supe demasiado pero que, decía papá, podía representar un paso enorme para la humanidad, Sentía odio y orgullo hacía mi padre; odio y orgullo casi en la misma proporción. Si él no hubiera viajado a Estados Unidos, a trabajar en esa universidad, todavía seguiría en Santa Elena, con mamá y conmigo. Ya dos años antes de su muerte había casi dejado recibir noticias suyas. Las llamadas fueron espaciándose, los correos electrónicos dejando de llegar. ¿Por qué? Nunca lo supe, y tal vez ya nunca iba a saberlo. Giré en la cama, otra vez hacia el reloj.
Las cinco menos diez de la mañana. ¿Por qué tenía tan pocas ganas de irme? De pronto, me sentí una desgraciada. El tío Adolfo había ofrecido pagarme todos los gastos para que yo pudiera hacer mi propio camino en la ciudad. Algo que, sin esa ayuda económica, yo ni siquiera podría haber soñado.
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