Amores Conectados
"La llegada"
En el asiento de al lado del micro en el micro se había sentado un chico que había subido dos pueblos después que yo y que lo único que hacía era jugar con el celular. Pensé en pedirle que apagara el aparato, o decirle que al menos tuviera la delicadeza de jugar en modo silencioso: en modo silencioso el celular, y en modo silencioso él, que no paraba de lamentarse o festejar en voz alta de a acuerdo de como le iba el partido. La verdad, no me interesaba estar al tanto de cuántos goles le hacían sus contrincantes. Pero cuando le hablé él pensó que yo quería hacerme un amigo nuevo y se puso a hablar. Tenía trece años, estaba viajando solo, su abuela iba a ir a buscarlo a la terminal cuando llegáramos. Dijo que iba a vivir con ella porque sus padres viajaban por trabajo un año entero y no podían llevarlo con ellos.
-¿Son corresponsables de guerra, espías, o qué? -Le pregunté, con interés verdadero y un poco de ironía-
No me entraba en la cabeza que unos padres no pudieran llevarse a su hijo, a no ser que se tratara de algo realmente peligroso. Tal vez mi pregunta estuvo un poco fuera de lugar, porque el chico se puso pálido y no me respondió. Me sentí una idiota por haberle hecho el comentario así y decidí no decirle nada del ruido que estaba haciendo con el celular. Volví a mirar la llanura a través de la ventanilla del micro, él volvió a su juego. Sentí pena; creo que también me sentí un poco identificada. Lamentablemente, yo sabía perfectamente bien cómo se sentía que tus padres te abandonaran. Mi papá nos había dejado solas, a mamá y a mí, algunos años atrás. A veces pensaba que si algún día lo entendía por qué lo había hecho tal vez podía llegar a perdonarlo.
En algún momento el cansancio me había vencido. Cuando desperté, ya estábamos casi llegando a la ciudad. Dicen que cada vez que dormimos soñamos. Siempre. Aunque eso fuera cierto, si al despertar no recordamos nada (como me pasó cuando desperté en el micro ese día) es como si no hubiéramos soñado. Todo lo que no recordamos, de alguna manera, no pasó. Pero todo lo que experimentamos, lo que sentimos, siempre es real. Por eso supe que la ciudad iba a querer aplastarme, como dice mamá, que hacía yo con las hormigas cuando tenía dos años, y que para salir viva de ese lugar iba a tener que hacerme todavía más fuerte.
Me desperté de un sacudón en el asiento del micro, las bocinas del millón de autos que intentaban bajar a la vez en una de las salidas de la autopista me hicieron creer, por un momento, que nuestras vidas estaban en peligro. Pero no, era la forma normal en que la gente de la ciudad se comportaba, energética, envidiosa, como si hubiesen pasado una semana atascados en esa salida de la autopista y ya hubieran perdido la paciencia. Miré al asiento del chico, para ver si a él también le molestaban tanto como a mí los bocinazos, pero dormía. El micro siguió de largo y atravesó un puente sobre el río que bordeaba la ciudad. Bien, cerca de nosotros estaba el puerto, en el que se apilaban montones de containers azules, amarillos y verdes, que desde la altura a la que estábamos parecían cajas de zapatos. Atrás del puerto continuaba la línea de la costa, poblada de edificios modernos bajos intercalados con algunos rascacielos. Un barco se movía despacio en el agua, en el medio de todo ese desorden (o ese orden que yo todavía no llegaba a comprender), como si estuviera a salvo del apuro que parecía dominarlo todo.
Antes de que el micro abandonara el puente, llegué a contar otros cinco puentes, alejados, que se achicaban a medida que se acercaban al horizonte. En las veredas a ambos lados del río, incontables, manchitas negras y grises trasladaban de algún lugar hacia algún otro lugar. Esas manchitas eran personas. Nunca en mi vida había visto tantas personas juntas.
El conductor manejó unos minutos más hasta que llegó a la terminal de ómnibus. Esperé a que todos los ansiosos que se habían apelmazado en el pasillo lograran bajar, para que se despejara el área. Abajo iban a estar esperándome mi tía y mi prima, que eran familia, sí, pero decir que eran familia era sólo eso: una forma de decir. No nos conocíamos. ¿De qué íbamos a hablar cuando estuviéramos cara a cara? Probablemente, de lo mismo que habla la gente cuando no tiene nada de que hablar. Del clima, de como fue el viaje... esa serie de preguntas inofensivas que ayudan mucho a fingir que se lleva un espacio que en realidad sigue vacío.
Bajé las escaleras del micro con el ticket del equipaje en la mano. Adelante mío bajó el chico, que corrió rápidamente hacia una mujer que, sospeché, era su abuela. Mientras el conductor me entregaba las dos valijas, vi que mi compañero de asiento me saludaba con la mano. Habíamos llegado a la ciudad. Estaba ansiosa, y nerviosa. Todo lo que me esperaba era completamente nuevo
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