Amores Conectados.
"Primas"
El auto de Lucrecia atravesó barrios oscuros (en los que las fachadas de las casas ya ni siquiera soñaban con alguien les levantara la autoestima con una mano de pintura) hasta llegar a su barrio, que quedaba a sólo quince minutos de las zonas más pobres pero parecía pertenecer a otra ciudad diferente. Contrariamente a lo que pasa en un pueblo (donde todo se parece), la constante en la ciudad parecía ser la diferencia, lo inesperado. Este pensamiento volvió a despertar la inquietud y las expectativas. Si en la ciudad todo era tan diferente, entonces cualquier cosa podía pasar. Yo podía ser completamente anónima, mezclarme entre miles de personas diversas sin llamar ni un poco la atención. Era liberador pensar que algo así era posible, sobre todo para alguien como yo, de un pueblo chico en el que todo el mundo está al tanto de la vida de todo el mundo. Acá no. Acá uno podía tomar decisiones y esas decisiones podían llevarte a cualquier lado: al barrio peligroso, al barrio de los aburridos, de los exitosos, de los que no saben que qué barrio quieren vivir... Y si tenías suerte podías terminar en el barrio en el que vivían mis tíos, repleto de árboles, con calles empedradas, y casas que sólo se ven (al menos yo) en revistas de decoración.
En este barrio, la casa más chica tenía dos pisos de altura, y las de mis tíos no era la más chica. La entrada para los que llegaban a pie estaba cercada por dos grandes columnas que recordaban a las imágenes de templos griegos que había aprendido en el colegio.
Unas rejas altísimas custodiaban la propiedad, que tenía a la vista un jardín muy cuidado en el frente y otro, imaginé, mucho mayor en el fondo. Lucrecia apretó un botón desde su auto y la reja empezó a abrirse, silenciosa, dándonos paso al garaje que estaba en el subsuelo y en el que descansaban otros tres autos.
-¿Sabes manejar? -Le pregunté a Bruna mientras Lucrecia estacionaba-
-Estoy aprendiendo, ¿por? -Me respondió-
Lucrecia apagó el auto y bajamos. Con otro botón abrió la puerta del baúl del coche. Bruna y yo fuimos a buscar mis valijas. Lucrecia se acomodaba el trajecito, que se le había arrugado un poco.
-Por todos estos autos. Pensé que uno era tuyo
-Si, uno es de Bruna: este -Dijo Lucrecia, y señaló un auto gris, moderno, que parecía no haber sido usado nunca-, pero hasta que no cumpla los dieciocho años Adolfo no la deja manejar sola. Se lo maneja el chófer, Chimmy
-¿Por qué te haces la que sabes hablar ingles si no sabes, mamá? -Dijo Bruna- Se dice Jimmy, no Chimmy. Jimmy. El chófer no se llama Jimmy, se llama Jonathan.
-Chimmy, Chonatha, Chonni... es lo mismo, Brunita. El chófer se llama como yo diga que se llama
Tuve que contener la risa. Bruna, en cambio, pareció irritarse. Sacó la valija con fuerza del baúl y se la llevó para adentro. Lucrecia hizo un gesto para que la siguiera. Subimos una escalera y al abrir una puerta estábamos en el living, que era más grande que toda mi casa de Santa Elena. Recordé una frase que había escuchado una vez: "Casi nadie se hace rico honestamente". La recordé mientras observaba las arañas con caireles, los espejos de marcos dorados, los cuadros, los dos sillones enfrentados, de cuero cuerpos cada uno, la chimenea apagada... Toda esa opulencia me hacía pensar la frase. Casi nadie se hace rico honestamente... ¿Sería cierto? ¿Sería el tío Adolfo la excepción? ¿O cómo había ganado esa plata?
-¡Prima! -La voz de Bruna llegó hasta el living desde algún lugar alejado de la casa; sonaba divertido- ¡Vení que te muestro tu cuarto nuevo! ¡Subí! ¡Dale! ¡Apurate!
-Si, apurate porque hasta que no vayas no va a dejar de gritar... -Me dijo Lucrecia, y luego gritó hacia arriba, hacia donde estaba su hija- Bruna pliiiiiissssss, ¡tengo jaqueca!
Después de eso, atravesó una de las puertas del living y desapareció. Quedé sola. Bruna volvió a gritar, esta vez mi nombre. Subí la escalera y seguí el pasillo hasta llegar, un poco intuitivamente, hasta que a partir de ese día seria mi habitación. Tendría por lo menos seis metros por seis, una cama doble (para mí sola), un escritorio antiguo de madera, un placard en el que podría haber entrado toda la ropa que tuve en mi vida (desde mi nacimiento), un baño en suite, y una ventana muy grande que daba al jardín. Iluminada por la luz de ese día soleado y caluroso, Bruna me sonreía sentada en el sillón de terciopelo violeta que completaba la decoración y que estaba bajo la ventana.
-Me pregunto si te mereces todo esto, prima Victoria -Me dijo-
El brillo de sus ojos atravesó como una puntada. De pronto Bruna ya no parecía esa chica simpática dispuesta a ayudarme con el equipaje. Un aura de maldad parecía haberse apoderado de ella. Me quedé en silencio unos segundos, hasta que volvió a sonreír y se puso de pie.
-¿No vas a desarmar las valijas?
-Si. Después de darme un baño
-Este escritorio lo usaba yo, cuando iba al colegio -Acarició la superficie de madera, como si guardase muchos sentimientos hacia aquel mueble- Pedí que lo pusieran en este cuarto especialmente para vos. ¿Te gusta?
-Si
Se quedó mirándome en silencio. Después miró hacia la puerta abierta de la habitación y dejó que la mirada se le nublara, haciendo foco en todo y nada a la vez.
-Ta te diste cuenta, ¿no?
-¿De qué? -Pregunté-
-De que mi mamá es una tarada
Cuando terminó de decir esto hizo foco en mí, con interés, esperando que le devolviera algún comentario. Pero yo volví a quedarme en silencio. ¿Qué podía responderle? La tía Lucrecia no era precisamente una luz, era cierto, pero parecía tener ese tipo de inteligencia más práctica, el tipo de inteligencia que tienen las personas que saben conseguir lo que quieren conseguir. Según mi primera impresión, lo que la tía Lucrecia quería (autos caros, joyas, zapatos...), lo tenía. Así que había que ser cuidadoso antes de subestimarla. Además, nunca le hubiera respondido a Bruna.
"Sí, me di cuenta", aunque pensara eso. Me pareció que mi prima no estaba siendo del todo sincera conmigo, que me estaba probando. Y creo que ella se aburrió de mi silencio, porque de pronto empezó a caminar hacia la puerta. Antes de salir, giró hacia mí y me miró a los ojos.
-El cuarto al final del pasillo es el mío -Dijo, con una sonrisa. Y agregó- Nunca se te ocurra entrar sin golpear. Nos vemos, primita
Y se fue. Apoyé mi cuerpo en la cama. Todo el cansancio del viaje parecía haber caído sobre mí como un avión estrellado. Miré al través de la ventana y sonreí al descubrir que era lo que iba a ver cada noche y mañana desde mi nueva cama: dos grandes álamos. Igual que en Santa Elena: esos dos grandes álamos. Estiré la espalda sobre el colchón y cerré los ojos. Sentí el nudo de la angustia apretarme el pecho.
¿Por qué, exactamente, tenía ganas de llorar? Intenté evocar recuerdos lindos, o situaciones inventadas en lasque me pasaran cosas agradables. Mucho antes de abandonarnos, cuando yo todavía era una nena, papá me había enseñado una técnica. Era una técnica muy buena para alejar las pesadillas. ¿Funcionaria esta vez?
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